En su poemario, la joven escritora española atraviesa las cinco etapas de un duelo.

Por Mara Laporte

El duelo es siempre una respuesta a lo inefable, a un suceso tan próximo como ajeno que solo se manifiesta a través de “otro”. Así, de alguna manera, enfrentar un duelo es también dejar de ser sujetos activos y volvernos sujetos reactivos a lo que nos pasa: no somos nosotros, es ese otro que sin pedir permiso se aleja y desvanece el que nos pone en situación de dolientes. Y ya instalados a pleno en el dolor, lo que nos toca es ver qué podemos hacer con eso.

Loreto Sesma, zaragozana de veintitrés años, último Premio Internacional de Poesía Ciudad de Melilla, atraviesa con los poemas de Alzar el duelo (Visor Libros, 2018) todos los estadios de ese dolor lacerante que generan las pérdidas, y lo hace transitando un derrotero que parece ahondar en todos los colores del hematoma. El duelo es amoroso, en este caso, y lo recorre en todas sus aristas, que a su vez conforman las cinco secciones en las que se divide el libro: la negación, la ira, la negociación, la depresión y esa aceptación final en la que ya el dolor empieza a mutar hacia otra cosa.“Cuánto duele que ya no duela/ me digo a mí misma mientras te observo”: con estos dos versos arranca el poemario y nos instala en un territorio presente de la memoria en tanto tiempo referencial (el duelo, en definitiva, siempre es memoria). Y es ese tiempo, el presente, el que predomina en la mayoría de los poemas: el amor que ya no está es un amor evocado, a veces con la sensación de haber entrado en un estado del que será imposible salir —“Volar/ para luego aterrizar/ sobre un asfalto que hierve”— , como ocurre en los primeros poemas que hablan de ese estado de shock inicial, a veces desde un enojo que se arroja como un boomerang furioso y que nos acaba dando en la cara de lleno. Como ocurre, también, en los poemas que conforman la “Ira”: “A quién se le ocurre jugar/ y apostar el corazón/ en lugar de las cartas”.

Y si todo duelo tiene algo de ritual, porque revive ese encuentro primigenio con lo que nos sobrepasa, es también cántico de lamento, justamente, uno de los estados desde donde surgieron las primeras composiciones líricas. Loreto Sesma se inscribe de algún modo en esta tradición y logra componer una voz lírica que se instala “después de”, que parece ya haberlo vivido todo: “Y es entonces cuando reparo/ en que todos andan buscando las respuestas/ cuando son las preguntas/ las que nos hacen libres”. Así avanzan cánticos y rituales, asumiendo también los momentos de desesperación: “Cada día que pasa/ me estrangula la garganta/ como el ateo que aprieta el rosario/ cuando está al borde de la muerte”. Un poco recordando a Macedonio Fernández y su canto, ese amor que, mientras duró, de todo hizo placer y cuando se fue nada dejó que no doliera, tal vez como paso previo necesario a la aceptación de lo que ya no tiene retorno. “Ha llegado el momento/ de besarle los labios a la muerte/ a pesar/ de su mal aliento”. Y entonces el amor que se fue y ya no es se vuelve a homologar a la muerte, y los dos confluyen en el lenguaje.  Porque, aunque lo real es aquí y ahora y la realidad no puede reducirse al significante, la memoria parece asumir el tiempo discursivo de la herida y todo el aparato simbólico que suele acompañar al dolor se despliega en la conciencia del lenguaje: “Letras/ vamos a hacer un pacto:/ yo seguiré haciendo como si nada/ mientras todo mi mundo/ se viene abajo”.  Y es el lenguaje la tabla de salvación, quizás precaria y zozobrante por momentos (“Escribo esto desde la ansiedad/ en la que ahoga echarte de menos”), pero la única posible para alzar definitivamente el duelo: “Qué mejor manera de sanar un llanto/ si no es a través de una sonata”.

Loreto Sesma escribe, y en lo que escribe parece que responde, pero no: lo que vuelve a plantear solapadamente en cada poema es en realidad una nueva pregunta. Esa misma pregunta que arrastra hasta el final, en ese epílogo que ya rompió la estructura lírica y actúa como una suerte de confesionario, de bonus track que sigue interrogando en voz baja: “¿Cuándo termina de escribirse un libro si la vida continúa incluso cuando no le das permiso?”

Ese cuestionamiento del sentido trágico de la existencia, no como modo de regodearse  en la muerte sino como una defensa de la vida, es lo que vienen a plantear estos poemas de Sesma: después del amor, después de las ausencias, después del duelo, también se resiste, se remonta  y se vive. //∆z