La nueva serie de Netflix actualiza problemáticas antiguas para la generación postmillennial con recursos narrativos sólidos y palabras equivocadas.

Por Matías Bounfrate

En un futuro cercano (la serie termina en noviembre de 2017), una joven muerta se comunica desde el más allá a través de una tecnología arcaica. Su auditorio es un grupo de jóvenes que tuvieron alguna implicancia en su muerte. Todos ellos nacidos en los albores del siglo XXI, postmillennials frescos de la nueva generación Z. Otra etapa en la categorización mercadotécnica de la humanidad, comprendida a través de sus consumos.

Hanna (Katherine Langford) busca despertar en ellos algún tipo de conciencia. Tiene el propósito de fragmentar los estereotipos, para que alguno de ellos manifieste la empatía, tal vez el único sentimiento propio de los seres humanos. En palabras de Phillip K. Dick: “Un ser humano sin la empatía o sentimientos adecuados es lo mismo que un androide” (The dark-hairedgirl, 1989).

The Breakfast Club (John Hughes, 1985) fue la historia primitiva en la que el panteón de la juventud occidental blanca, burguesa y estadounidense encontraba la superación individual a través de la utopía de la comunicación cara a cara. En la película, unos adolescentes de generación X (el deportista, la chica linda, la punk, el nerd y el rebelde sin causa) son obligados a permanecer en el mismo espacio físico y temporal. A través del contacto obligado con sus semejantes, los jóvenes descubren que los otros también son personas “complejas” (dentro de los límites del estereotipo, devenido arquetipo juvenil). La simulación de empatía favorece que nada cambie al final. Androide eres, androide serás.

Nuestro protagonista se llama Clay (Dylan Minette). Su nombre se traduce como “arcilla” y es un joven débil, introvertido y de inteligencia dudosa. Al escuchar las confesiones de Hanna, Clay se convierte en su avatar en el mundo de los vivos. Oyentes anteriores ya olvidaron los audios, pero Clay cambia. Al principio para sí, y luego para ayudar a los demás asalir de su inercia androide. No adquiere ni le son dadas habilidades extraordinarias que lo ayuden en su búsqueda de consuelo (o justicia). Clay elige, con todas sus limitaciones, convertirse en héroe (según el mitógrafo Joseph Campbell, no Mascherano). Quizás sea el primer héroe trágico masivo de la nueva adolescencia.

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El montaje entre las escenas del presente y el pasado es el recurso técnico mejor utilizado. Mantienen viva a Hanna y a la vez señalan la imposibilidad de cambiar su destino. El tiempo circular aporta a configurar la subjetividad de Clay y lo fortalece como protagonista. Clay madura al comprender la diferencia entre pasado, presente y futuro. Algo que, por ejemplo, Bruce Wayne no ha conseguido en ninguna de sus encarnaciones. Clay reacciona al suicidio de su amiga con un estrés postraumático mesurado, podemos suponer que no dedicará el resto de su vida a la venganza.

Esta decisión también compone un elemento con el que la serie supera a la novela original (Jay Asher, 2007). En ambas narraciones Hanna exime a Clay de cualquier responsabilidad en su suicidio. Es un mensaje motivador para quienes se acomodan en su inercia. ¡Nada de consecuencias para los chicos buenos! En pantalla, Clay rechaza el pase libre y reflexiona sobre las consecuencias de su inacción. Aunque Hanna le repite que es una buena persona, Clay asume su responsabilidad, impulsado por algo de culpa (de clase y género).

Los demás personajes, otros adolescentes modelo Z, también eligieron. Reforzaron el estereotipo que les había permitido vivir en la escuela secundaria, desesperados por reencontrarse con una nueva anestesia. Ven a Clay como un imbécil, conmovido por el relato de una chica mentirosa. Interpelados por la posibilidad de convertirse en humanos, eligieron ser androides. Sin embargo, la constante molestia de Clay permite desanudar algunos estereotipos. Sin el dúo Hanna/Clay, los demás flotan sin entidad.

Los jóvenes de 13 reasons why son androides hasta que Clay los condiciona con algo más que grabaciones de audio vintage. A partir de ahí aparecen las perspectivas de cambio y de una nueva dimensión para los personajes. En especial en el último tercio de la temporada. A partir de ahí conocemos más de cada uno, su entorno familiar, cómo ven a los demás y a sí mismos. Esto es una bella estratagema de guión para sentar las bases para una segunda temporada, pero podemos ver cómo comienzan a sobreponerse a los problemas que los aquejan. Algunos con mejor capacidad para lidiar con el dolor y otros más proclives a repetir el ciclo de la señorita Baker.

Los adolescentes de la generación Z actualizan los problemas que ya rumiaba Holden Caulfield en la última posguerra que inauguró el capitalismo contemporáneo. Violaciones y suicidio habitan las redes sociales. 13 reasons why, como actualización de los viejos tópicos del adolescente capitalista idealizado para una nueva generación de consumidores, muestra mucho, se conmueve más y reflexiona poco.

Los arquetipos de The Breakfast Club vuelven a interactuar, con conexiones diferentes que aportan algo de novedad y un grado mayor de crueldad. Sin embargo, los tópicos “controvertidos” quedan dispersos en trece horas de diálogos lentos que evaden las palabras fuertes. Los temas están presentes,mostrar dos violaciones y un suicidio de modo realista y en tiempo real. Sin embargo, faltan las palabras para nombrarlos y las categorías para analizarlos. Adolescentes y adultos tienen este problema. Porter, el counsellor (NdE: una especie de tutor) y Bradley, la docente de comunicación, así como los padres, son incapaces de superar el concepto ahistórico, desclasado y por lo tanto vacío de “bullying”.

Si el espectador desea trascender el contrato de lectura androide propuesto y sobrellevar el shock narrativo, quizás quiera interiorizarse en la problemática de la violencia de género y las categorías del feminismo. Las razones son menos que trece y no encarnan en individuos, sedimentan en instituciones. El único campo de acción es el futuro.//∆z

https://www.youtube.com/watch?v=JebwYGn5Z3E